Hemos descansado una horas en Dioundourou tras recorrer algunas aldeas a los pies del Acantilado de Bandiagara. Comenzamos la subida a Begnematou (se pronuncia Beniematú) para asistir a uno de los momentos más esperados de este viaje y del rodaje del documental El Canto de los Dioses: la Danza de Máscaras.
Ésta danza es quizás el rito más conocido del pueblo Dogon. Su ejecución siempre ha acompañado momentos importantes como nacimientos, defunciones, nuevos jefes, inicios de temporada de lluvia o alguna demanda individual (en este caso, nuestra). Durante la celebración se canta en idioma Siguí, una lengua exclusiva para este rito que no se usa en ningún otro momento. Solamente los hombres que saben este idioma y fueron circuncidados pueden participar de ella.
Subiendo a Begnematou
Abandonamos el Hostel Rasta de Dioundourou y recogemos el carnero que debemos de llevar para realizar la ceremonia: nuestra ofrenda y agradecimiento al pueblo que nos abre sus puertas. Reconozco que el animal me da pena y esto me infunda de respeto hacia él.
Subimos el acantilado de piedra en piedra. El paisaje te demora. Nos turnamos para cargar el animal, quien se deja llevar en una tensa paz. Trepamos. Luego atravesamos un área plana y siento que estoy donde pudo ser «el origen de la humanidad«. Caminar por el casco viejo de una ciudad europea lo hace uno viajar en el tiempo por ejemplo a épocas medievales pero aquí el viaje es a la prehistoria. No es que haya una construcción que te traslade a otro tiempo sino que el lugar, protegido entre grandes rocas, es lo que te hace sentir esa trascendencia de viajar en el tiempo. Todo lo que hay parece haber estado durante milenios, perenne, resistente a todo. Un huerto parece ser más longevo que un edificio.
Begnematou
La noche cayendo sobre nuestros hombros, en los que cargamos el carnero. Una escalera al cielo, un paisaje onírico pensado para una película o un evento sobrenatural. Nuestro viaje al fin y al cabo reúne estos dos acontecimientos.
Las casas de barro y piedra se dispersan sobre la meseta. Construcciones de no más de dos ambientes. Cada familia ocupa tres o cuatro de ellas construidas en lo posible alrededor de un patio central donde se hace fuego, se cocina, etc. Cada casa tiene una función ya sea dormir, sala o almacén. El granero lleva su propia arquitectura. Así se diagraman los pueblos dogon.
Algunas casas libres en el pueblo ofician de albergue cuando hay visitas. Este negocio es una entrada de dinero en un lugar que vive del trueque entre familias y mercados aledaños. Alguien se encarga y se lleva su parte por eso, pero hay una retribución hacia el resto de la comunidad. A fin de cuentas, todos son un poco propietarios del negocio. Y esto no está escrito, fue y es así hasta hoy, de palabra, de sentido común.
Una vez instalados y mientras nos disponíamos a curiosear por las callejuelas escuchamos unos tambores y cantos. Siguiendo el sonido llegamos a la iglesia católica de Begnematou. La casa solamente se diferencia de otras por una cruz de barro que surge en relieve de su fachada. Ya es de noche. Por dentro, como toda iglesia, con sus bancos de madera a cada lado y un pasadizo que te lleva al altar.
Es víspera de Navidad y los pocos católicos de Begnematou (10%) ensayan sus rezos y canciones. Tres varones jóvenes hacen percusión con un Djembé y dos Tam Tam. El resto de las fieles, casi todas mujeres, cantan a a coro guiadas por el sacerdote. Todo percusión y canto, bien a la africana. Mensajes católicos cantados en idioma Dogon. Experimentamos un sincretismo religioso en carne viva que te eriza la piel. De los momentos más increíbles del viaje, totalmente inesperado e improvisado. No hay imágenes por falta de electricidad para cargar baterías en ese momento. «Cosas que pasan».
Más tarde cenamos arroz con «Tó» (pasta de baobab) envueltos en el silencio que le da la altura y el desierto circundante a este pueblo. Miles de estrellas fueron testigo.
Al otro día nos despertamos rodeados de una bruma cegadora y me doy un paseíto por el pueblo aún adormecido. Camino por la meseta y llego a sus límites para filmar unas tomas.
La danza de máscaras
Nos dirigimos hacia una explanada siguiendo los pasos de los jefes espirituales. Sucede el sacrificio del animal. Uno de ellos se sienta como meditando, concentrado fumando su pipa y con el bastón ritual. Los otros tres hacen lo que les toca mecánicamente, sin casi hablar. Uno se persigna, otro tiene vestimentas musulmanas. Comprobamos que más allá de la religión de cada uno (animista, musulmana o católica) todos participan y conocen los rituales animistas. Es la religión «base», natural, aprendida desde niño. Con un poco de sangre manchan una escultura de madera, el «fetiche». Luego el animal es descuerado y se lo llevan para cocinar.
Éste carnero es nuestro aporte a la comunidad que no come carne regularmente. Literalmente la noche anterior comimos solo arroz con Tó. Todo el ritual, la pipa, las ropas, el bastón y la misma danza de máscaras se produce por la llegada y utilización de este animal. El fetiche alberga todas las sangres de los animales que ha comido la comunidad. Contiene así todas las energías de animales pasados. Y esto es su religión, el animismo en su pureza. Estos actos, estas ideas. Un carnero sacrificado para alimentar al pueblo un día cualquiera será honrado cada vez que el fetiche se utilice en el futuro. Y ese talismán pasa a ser un objeto sagrado.
Unos susurros provienen desde el pueblo. Susurros que de a poco se vuelven canto. Primero los tambores, después los bailarines, pasan por detrás del Hogon, el jefe espiritual. Descalzos o en sandalias son llamados a la danza sobre el desparejo y hasta peligroso suelo de piedra. La fila de danzarines avanza con pasos y saltos sincronizados pero a la vez con cierta libertad individual, sin exactitud robótica. Como si el show fuera el disfrute mismo de la música y el baile más que lo estrictamente acrobático y visual.
Mientras el ritmo de tambores suena el grupo de bailarines responde a coro. Los tamborileros en fila y los bailarines van pasando de a uno o en parejas. Luego todos juntos, músicos y danzantes enfrentados. No falta tampoco el «escobero», aquél que lleva una planta o algo que simule una escobilla, utilizada para limpiar el camino.
ESCUCHAR DANZA TRADICIONAL DE MÁSCARAS DOGON
Más al final, llegan los que bailan en zancos y la máscara mayor, Siriga, que representa la gran casa, o la casa de la gran familia Dogon. Allí la sorpresa es total. Filmábamos sin saber que haría esa persona con una máscara que doblaba su tamaño en altura. La lleva hacia adelante, atrás y a los lados. Luego pone su torso en horizontal con todo el peso sobre el cuello y gira varias veces en 360 grados sin dejar de llevar el compás. El Hogon por su parte, se queda durante toda la ceremonia sentado en su piedra, cabizbajo, fumando. Al final el grupo se acerca al viejo sabio, para tocar y cantar cerca de él. Por último, el anfitrión recita algunas palabras, con solo una campana de fierro de acompañamiento. Máscaras y tambores descansan.
Después de filmar esta escena nos fuimos a la casa de quien ofició de anfitrión durante la ceremonia. Es uno de los cazadores del pueblo.
Bajando el acantilado
Llego el momento de volver al Hostel Rasta para seguir viaje. En el camino nos cruzamos con unas mujeres que subían del mercado de Dioundourou con abultadas cargas en los cestos sobre sus cabezas y un bebé a las espaldas. Simplemente admirable.
Llegamos al hostel casi de noche. Subimos a Luma, la camioneta, y nos vamos. Es 24 de diciembre y pienso en mi familia y en mi ciudad natal, Montevideo, que en este momento debe ser un hervidero de gente preparándose para la Nochebuena.
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